La mirada del otro
En estos últimos días he descubierto dos hechos que me han dejado estupefacta: la vida de pueblo y que no todos los días nos pasan cosas interesantes qué contar. He estado tentada de sentarme a escribir en este diario, pero el contenido no estaba a la altura. Que es lo que debería haberle dicho alguien a John Lennon cuando compuso “I’m so tired”. John Lennon, si te querías acostar te echas la siesta y ya, pero no nos rompas el ritmo de todo el disco con ese truñaco de canción. Es muy mala. Pues igual me pasaba cada vez que pensaba en qué publicar.
Qué importante ahí la mirada del otro, ¿eh? Que nos digan las cosas a la cara, que los demás nos den su punto de vista. Acabo de cruzarme con un albañil, por cierto. He intentado camuflarme bajo la mascarilla porque ayer, en El Programa de Yuyu, estuvimos haciendo alguna broma (cariñosa) hacia el gremio y temía las represalias. También muy desconsiderado por parte de los vecinos hacer reformas en la cocina justo cuando hablamos de eso en la radio. El caso es que el albañil y su compañero me miraban fijamente. Pero es que los albañiles siempre miran fijamente, al menos en mi experiencia. La mirada del otro. Y no hay cosa que mejor venga para el estado de ánimo que la mirada de un albañil. Bueno, el otro día en el pueblo me pasó algo parecido. Iba a comprar el pan por la mañana temprano, que en vacaciones equivale a pasadas las nueve, y saludando a todo aquel con el que me cruzara. Por lo visto se hace así en los pueblos. Y una señora me devolvió el saludo con un jovial “¡Buenos días, madre!”. Hacía muchos años que nadie me llamaba madre, y menos con aquella ternura. Alguna vecina de mi abuela, quizá. No sé conectar el recuerdo, pero por algún motivo me pareció precioso y me alegró el día.
La mirada del otro, lo reconozcamos o no, puede alegrarnos el día como me pasó a mí. O fastidiárnoslo, aunque sea por un rato. A mi querida Laura Morán le han cogido una foto, en la que sale cañón, y otra chica la usa como propia en Tinder. Cuando lo publicó sentí mucha envidia. Porque la susodicha suplantadora ponía que tenía 32 años de edad. Y es verdad que Laura tiene una preciosa cara de niña, pero estoy convencida de que una parte de ella se sonríe por el piropo indirecto que supone que te echen menos edad. Aunque te mientan. Especialmente si te mienten y lo sabes. Da más gustito. O si exageran. Creo que por eso me gusta ir al pueblo a escribir, porque me paseo por sus callejuelas sabiéndome forastera pero sintiéndome Martha Gellhorn paseándome con Hemingway por cualquier rincón perdido de La Habana. Y encuentro en la mirada de los otros, de los locales, confirmación a esa imagen que he hecho de mí misma. Cuando, en realidad, lo que estarán pensando es algo más parecido a “¿por qué lleva ese flequillo que le tapa la cara?”.
Hoy he visto a Raúl Pérez en el anuncio de su nuevo programa de tele haciendo de Ibai Llanos. Y he pensado en el miedo que podría dar que haya personas con la sensibilidad y la capacidad de ver tan dentro de cada uno de nosotros. Pero luego me he acordado también de una escena del capítulo de ayer de el Ala Oeste de la Casa Blanca. Una chica, con miedo a volar, se tomaba dos pastillas para la ansiedad y dos copas de champán antes de despegar. Porque se conocía, se veía, y ya sabía cómo se ponía. Como yo bebiéndome del tirón una copa de vino blanco antes de subir a la habitación de Mónica Naranjo para entrevistarla. Así que, en conclusión: igual esta cosa que he escrito hoy les parece un truño como a mí “I’m so tired”. Pero si se han sonreído, ya he ganado yo. Y si no, pues se confirmará mi teoría de que no todos los días hay algo interesante qué contar. Menos mal, también les digo. Porque también se necesitan días así para emplearlos en escribir lo que sí debe ser contado. ¡Con Dios, madres y padres! Pasen buena tarde.